lunes, 6 de julio de 2009

El fin del significado y el nacimiento del hombre (II)


He aquí la continuación de esta sección del artículo de Giegerich, disponible en castellano gracias al esfuerzo de traducción de Ale Bica, y cuya primera parte está publicada aquí:

Crítica del Sentimiento de Pérdida y de Necesidad
Aparte de esta destrucción de la noción de pérdida misma, ¿es realmente la pérdida de significado una pérdida en primer lugar (simplemente en el nivel fenomenológico)? ¿Es una pérdida que me haya ido de la casa de mis padres, de la casa de mi infancia, y haya aprendido a andar sobre mis propios pies? ¿No es quizás una ganancia (y justamente una ganancia tanto cuanto al principio se pudo haber sentido como un perdida)? Uno no tiene que ir tan lejos como San Agustín, que escribió, "Pero quién no retrocedería y enfrentado con la alternativa de: o bien tener que morir o volverse una vez más un niño, no elegiría mejor morir?" (De civitate dei, libro 21, capítulo 14), a fin de estar plenamente convencido de que el paso de la infancia a la edad adulta es una bendición, de que "tiene un sentido" y "es un desarrollo que tiene una coherencia interior" (para decirlo con las palabras con las que Jung [1954a] saludó "el creciente empobrecimiento de los símbolos" [§ 28]).

Esta visión vuelve necesarias para nosotros las siguientes preguntas. ¿Es realmente tan terrible vivir sin un significado superior? ¿bosteza de veras el vacío ante nosotros cuando carecemos de tal significado? Después de todo Homero, Dante, Shakespeare, Goethe, Praxíteles, la Catedral de Chartres, Leonardo da Vinci, Mozart, Platón, Tomas Aquino, Hegel, etc., etc. aún permanecen—riquezas increíbles, inagotables. ¿No son suficientes, y más que suficientes? ¿Y qué hay de la sonrisa de la persona que me adelantó esta mañana por la calle; de los rayos de sol cayendo a través de las hojas en el bosque; de los acontecimientos felices cuando se produce un real encuentro de mentes, de la amistad de un amigo, del amor de la pareja—son acaso todos ellos banales, vacíos, “todo maya comparado con aquella cosa única que es que tu vida sea significativa”, tal como Jung pretendió hacernos creer? (28)

Aquí podemos regresar a la discusión del entendimiento correcto de la expresión “pérdida” y precavernos contra confundir las expresiones “pobreza” por un lado y “metafísicamente desnudo” por el otro. “Pobreza” no se refiere a un estado como el del pobre en los barrios bajos del Tercer Mundo, “desnudez” no se refiere a la condición del mendigo vestido por San Martín. La idea de “pérdida”, adecuadamente  entendida, se refiere exclusivamente a la pérdida de un exceso, de una pretenciosa auto-inflación, de ir por ahí dándose aires, pero no a la pérdida de sustancia. Por eso no puedo estar de acuerdo con Jung cuando afirma que no somos los legítimos herederos de la simbología Cristiana, porque la hemos “despilfarrado” (Jung, 1954a, § 28). Por supuesto que somos los legítimos herederos de nuestra herencia Cristiana y de toda nuestra tradición cultural Occidental. La pérdida que ha ocurrido no es la pérdida de la sustancia del Cristianismo o de la metafísica, sino tan sólo de su “validez” (para usar las palabras de Jung, véase más adelante, cita de Jung, 1954a, § 31), de su aura numinosa, es decir, su pérdida en tanto que realidad presente e inmediatez. No hemos madurado más allá de nuestra herencia, sino más allá de la inmediatez de su “posesión”, de nuestro sentimiento de ser inmediatamente idénticos con ella. Hemos perdido la posibilidad de pavonearnos como si fuera nuestra verdadera vestidura: de pensar que somos ella o que ella es nosotros. Solamente hemos perdido esta pomposidad. Todo lo demás sigue ahí. Sólo que nos hemos dado cuenta de ello, y ya no sólo sabemos que hay una herencia, sino que sabemos en qué consiste esa herencia. 

De manera semejante, la “ilimitada soledad del hombre” es sólo el análogo (metafísico) de la soledad (empírica) del individuo que ha dejado la casa de sus padres para andar sobre sus propios pies. Como tal, es la condición previa de la camaradería humana, de la amistad y del amor.

No hay necesidad de “significado”, del estado de adentridad, del mito o de la religión como realidad presentes. Por el contrario, ahora que los dioses se han vuelto recuerdos, podemos dedicarnos libremente a todas las riquezas de Mnemosyne sin tener que contener nuestro aliento con respeto y admiración. Permítaseme citar sólo un ejemplo como ilustración. En tanto que la Biblia tenía el estatus de un libro sagrado, uno no podía leerlo libremente por su propia cuenta. Tenía para con nosotros una exigencia metafísica absoluta de sumisión y adoración. Uno debía contener el aliento al aproximarse a ella. Había siempre una atmósfera de un "debiera" que nos envolvía por todos lados. Así, resultaba lógicamente (no necesariamente de hecho) intimidante, y suprimía cualquier curiosidad natural que se despertase espontáneamente para la persona empírica real. ¡Qué alivio cuando se descubre que la Biblia es un libro histórico, un documento en la historia del alma o la mente humana! Ahora puede ser fascinante leerlo y también puede estimular el interés en un estudio serio, pero sólo porque ha sido desacralizado y desmitificado. Sólo está abierto a nuestro genuino interés personal (en contraposición con la obligación impuesta de tener que venerarlo) aquello que en principio se tolera que guste o disguste, se encuentre interesante o aburrido, sabio o estúpido. Este es el don del sentido de la historia.

Por el contrario, si hoy la Biblia todavía se ofrece como Sagrada Escritura o,  en general, si se predica la religión como una realidad presente y se presentan los mitos y los símbolos como presencias numinosas, entonces tienen necesariamente que volverse bienes de consumo, porque ahora se pretende que proporcionen experiencias de sentimiento particulares o perspectivas ideológicas que, aunque ocurren dentro del estadio general de la conciencia moderna que ha emergido de la adentridad, se espera sin embargo que simulen el sentido previo de adentridad que precisamente ha sido superado.

Se puede ciertamente estar de acuerdo con Jung, cuando afirma que “la falta de significado inhibe la plenitud de la vida y es por lo tanto equivalente a la enfermedad” (Jaffé, 1989, p. 340), siempre que uno entienda adecuadamente esta frase, leyéndola con detalle y posiblemente en contra de la intención de Jung. El sentimiento de que debiera haber un significado superior de la vida que está ausente, es la enfermedad. (29) Pero no es ésto lo que la frase significa. Más bien, Jung interpreta la ausencia como una pérdida insoportable, y la necesidad de significado como una constante antropológica y, por lo tanto, como autoevidente e inevitable (cuando no es sino una "formación reactiva" en respuesta a la situación moderna). Pero como muestra el ejemplo de la mayor parte de la gente que vive en el mundo moderno, uno puede vivir muy bien sin significado, así como el adulto normal puede vivir muy bien sin sus padres. No es necesario procesar neuróticamente el dejar atrás la casa de los padres.

Además: ¿realmente lo vuelve a uno neurótico la falta de “la cosa única”, el significado? Sostengo aquí que no hay ni un sólo caso dónde la falta de significado en la vida fuera causa de enfermedad. Usando una figura de pensamiento nietzscheana, digo que “es un fallo filológico: uno confunde continuamente la explicación con el texto”. El sufrimiento por la falta de significado y de dirección es “una formulación, no una causa” (Nietzsche, 1956, p. 306ff., # 953) de la neurosis. Es la expresión de una pretensiocidad neurótica, una demanda de pomposidad metafísica. Es el engaño de que la vida sólo es vida si, como en las carreras de perros, hay la salchicha o algo que perseguir sin nunca poder alcanzarla. Por lo tanto una persona que busca esa cosa única preciosa, el significado, “es como una bestia sobre un suelo desnudo obligado a girar en círculo por un espíritu maligno, mientras a su alrededor hay hermosos prados verdes”.

Jung se negó a ver ésto. Ciertamente, vio el peligro de una búsqueda inútil. Una vez dijo que “en mis muchos viajes he encontrado gente que estaba dando ya su tercer vuelta al mundo—ininterrumpidamente. Sólo viajando, viajando, buscando, buscando.” A una mujer así, Jung le preguntó, “‘¿Para qué? . . . ¿Qué está tratando de hacer con esto?’ Y me sorprendí cuando miré en sus ojos—los ojos de un animal acorralado, cazado. . . . Casi poseída.” Pero luego continúa “¿Y por qué estaba poseída? Porque no vive una vida que haga sentido. La suya es una vida totalmente, grotescamente banal, completamente pobre, sin significado, sin sentido en absoluto. Si muriera hoy, nada habría ocurrido, nada habría desaparecido— porque ella no es nada. Pero si pudiera decir, ‘Soy la hija de la Luna. Cada noche tengo que ayudar a la Luna, mi Madre, a que cruce el horizonte’ —¡ah, entonces sería otra cosa! Entonces estaría viva, entonces su vida haría sentido, y haría sentido en toda su continuidad, y para toda la humanidad” (Jung, 1939, § 630). Y, podríamos añadir, entonces estaría curada.

Lo que Jung no advierte es que la curación que propone es sólo una repetición de esa misma enfermedad que él había diagnosticado correctamente, pero no es una cura en absoluto. Al imitar el modelo del los indios Pueblo, solamente prescribe más de lo mismo: “Hija de la Luna”—ésto está absolutamente fuera del alcance de cualquier mujer moderna; es precisamente una idea que sólo podría originar una búsqueda sin fin e inútil. Así Jung conjura la misma trascendencia, el mismo anhelo, que causa tal búsqueda. La sugerencia de Jung alimenta la aspiración neurótica de esta mujer, su “adicción”. ¿Qué persigue sino vestirse con algún ropaje místico, como en una “fantochada”? (Jung, 1954a, § 27) Su problema consiste en que, en tanto que mujer moderna, no puede de ninguna manera decir algo como lo que Jung ha sugerido, y sin embargo cree que debiera lograrlo; su problema es que, en principio, ya no hay vestiduras míticas que puedan sentarle, pero sin embargo está inconscientemente convencida de que es indispensable tener una. Esta es la trampa neurótica que la transforma en este inútil buscador, el animal cazado, acorralado, que Jung vio en sus ojos.

Una verdadera cura sería moverse en la dirección opuesta. Tendría que hacerla plenamente consciente de que obviamente piensa inconscientemente que ella debiera ser la Hija de la Luna o alguna cosa semejante, y que por eso está viajando desesperadamente, en contínua búsqueda; en otras palabras, que ella—al igual que Jung aquí—trata de resolver su problema en el nivel semántico, a la vez que deja intocado el nivel sintáctico. Un verdadero cambio terapéutico tendría que hacer que se dé cuenta de que su problema es un problema sintáctico o lógico, y confrontarla con la inflación y la exaltación de estas expectativas y demandas inconscientes, que—un poco como el Kitsch—son el resultado de una semántica que no está cubierta por el alcance, la forma, y la sofisticación de la sintaxis. ¿Por qué no va a ser capaz como todo el mundo de encontrar satisfacción, (30) contento, en la vida común? Quizás cultivando su jardín, haciendo sus tareas cotidianas, disfrutando de algunos buenos libros y exposiciones, ayudando a sus vecinos— quizás también y sobre todo, dedicándose a una tarea útil que le permita descubrir y emplear sus capacidades específicas a fin de ser productiva. Todo el mundo puede seguramente encontrar algún área dónde ser productivo de alguna manera. ¿Por qué tiene que hacer tanto alboroto e inadvertidamente darse aires, como si de alguna manera  fuese una reina de incógnito en busca de su corona perdida y del reconocimiento que, según ella, se le debe pero se le niega? ¿Por qué no puede ser su yo común y encontrar el camino hacia la simplicidad de la vida y la simplicidad de ser humana? ¿Por qué no puede entender que no hay nada que buscar, nada que debiera estar en algún otro lugar, ya sea en el futuro o en la trascendencia? ¿Por qué no puede ver que "¡eso es ésto!"? Esta vida suya real contiene todo lo que necesita en su interior. Esta vida de ella aquí y ahora que ya está en marcha es el origen y la circunferencia de toda felicidad, de toda productividad, y de todo cumplimiento posible para ella. No hay nada en absoluto que buscar. Por el contrario, su búsqueda es la huida de su realización. 

Jung no escuchó realmente a los indios Pueblo, cuyo modelo seguía, que le habían dicho -y con lo que había estado de acuerdo de todo corazón-: “¡No hay nada que buscar!” (Jung, 1939, § 630). Realmente no lo hay. Está todo ahí. Este mensaje de los indios Pueblo hubiera encajado perfectamente con el propio consejo de Jung, cuando optó por la pobreza espiritual: “um sich bei einzukehren”, que podríamos traducir ahora, como: “a fin de entrar sin reservas en la propia vida, tal como realmente es” (aunque Jung, como hemos visto tenía otra cosa en mente en ese pasaje: introversión, volverse hacia el inconsciente, volverse hacia los sueños, etc.)

¿Por qué no hay nada que buscar? Porque la realización y la satisfacción, en lugar de ser objetos lejanos de una búsqueda, dependen del grado de la propia dedicación de todo corazón a lo que es (sea lo que fuere) con los propias capacidades productivas específicas (sin importar cuán grandes o pequeñas, o de qué naturaleza sean).

Jung una vez escribió: “La mayor limitación para el hombre es el ‘self’; se manifiesta en la experiencia: ‘¡Soy solamente eso¡’” (Jaffé, 1989, p. 325). (31) ¿No es acaso suficiente? ¿Realmente tengo que ser más de lo que soy? ¿Y necesito realmente las jerarquías supremas de una “existencia simbólica en la cual soy algo más, en la cual estoy cumpliendo mi papel, mi papel como uno de los actores en el drama divino de la vida?” (Jung, 1939, § 628, énfasis mío)

¡Qué presunción! Y opuestamente, qué desprecio por la vida humana común,  dejada a un lado como “grotescamente banal y absolutamente pobre”. En 1959, dos años antes de su muerte, Jung (1973b) escribió acerca de sí mismo: “El viaje de retorno del país-del-cucú-de-las-nubes hacia la realidad duró un largo tiempo. En mi caso, el progreso del peregrino consistió en tener que escalar mil escaleras hasta que pude alcanzar con mi mano el pequeño terrón de arcilla que soy” (p. 19, n. 8). (32) Una frase encantadora. Y sin embargo, mientras se insista en ser “algo más” y desempeñar un “papel como uno de los actores en el drama divino de la vida”, todavía se está psicológicamente (lógicamente) arriba en el país-del-cucú-de-las-nubes, viviendo aún en medio de ideas pomposas. Y la misma formulación que Jung emplea, demuestra que no bajó realmente a tierra. Porque cuando se ha bajado realmente a tierra, no se puede estirar la propia mano hacia al pequeño terrón de arcilla que se es, porque estar abajo significa justamente haber comprendido que uno es, y siempre ha sido, tan sólo uno mismo. Mientras yo quiera estirar mi mano hacia mí mismo, yo como aquél que extiende su mano, creo aún ser algo más y estar por encima del “terrón de arcilla” que con mucha elegancia admito ser. La idea de que tendría que descender y humillarme es ya, en sí, presunción, arrogancia. La noble actitud de humildad es el modo en que se mantiene a raya el simple reconocimiento de que en verdad estoy, y siempre he estado, aquí abajo. No hay nada ni nadie ante quién pudiera rebajarme, porque el así llamado terrón de arcilla ya soy yo mismo.

Por otro lado, la expresión “terrón de arcilla” me coloca demasiado abajo, de modo semejante a como la formulación “grotescamente banal, completamente pobre” desprecia nuestra común existencia terrenal. No soy un terrón de arcilla, sino un ser humano con una mente. El punto de vista implícito desde el cual habla Jung en esta frase es uno muy elevado desde el cual mira hacia abajo, lo cual contradice su mensaje explícito de que él ha descendido a tierra.

En la parte “Retrospectiva” de Recuerdos, Sueños, Pensamientos, Jung vuelve a contar asintiendo aquella “hermosa antigua historia acerca de un estudiante que fue ante un rabino y le dijo: ‘En aquellos días de antaño, había hombres que vieron el rostro de Dios. ¿Por qué ya no más?’ Y el rabino respondió: ‘Porque hoy en día nadie es capaz de rebajarse tanto’” (Jaffé, 1989, p. 355). Con esta idea Jung logra dos ventajas, una “teórica"” y la otra “ética”. Por lo que corresponde a la ventaja “teórica”, al recurrir a un truco, el truco de “encogerse para conquistar, Jung puede actuar como si en la realidad objetiva nada hubiera cambiado. La pérdida de Dios es tan sólo nuestra culpa, es meramente subjetiva. Si nos hubiéramos humillado lo suficiente, todo estaría bien: Dios sería todavía visible, podríamos tener todavía su epifanía inmediata después de todo (¡“Urerfahrung”!). En cuanto a la posición ética, Jung vende indulgencias: si sólo concentráramos todos nuestros esfuerzos en la conducta subjetiva y positiva de encogernos, y de este modo personalmente act out [actuáramos compulsivamente] con una humildad literal, externa (este sería el precio de la indulgencia), él nos eximiría de la real humildad, la psicológica: la humildad de inclinarnos ante nuestra verdad, objetiva y lógicamente—es decir, en nuestro conocimiento; la verdad de la cual, metafísicamente, ya estamos en el fondo, es decir, allí donde conocemos (no a Dios, sino) que la misma noción de Dios se ha vuelto insostenible, por no hablar de la posibilidad de “verle” cara a cara. Así Jung nos permite refugiarnos en la feliz inconsciencia; se arrulla y nos arrulla en una especie modorra teológico-metafísica. No se da cuenta de que su aferrarse a la idea de la necesidad de tal encogimiento es la arrogancia misma, hybris, de la cual acusa al hombre moderno. Así como una persona que se pone plataformas no se vuelve más grande, de modo opuesto, el acto subjetivo (psíquico, empírico, literal) de agacharse no deshace la soberbia objetiva (lógica, psicológica), sino que tan sólo la oculta, y de ese modo, inadvertidamente, la afirma.

Cuando soy “sólo eso”, entonces soy sin las jerarquías superiores, incluso sin la vestidura mítica de una dote (ya sea otorgada por la Naturaleza o por el Creador), con la “dignidad del hombre” o de los “inalienables derechos humanos”, estas infladas ideas modernas. No puedo calentarme al brillo de una verdad eterna, de un ideal absoluto, o de valores superiores que estuvieran en mi posesión. Tal cosa no se me ha revelado, ni me ha reclamado. Y sin embargo, esto no significa, de ninguna manera, que “todo vale”. No carezco por ello de verdades, normas, valores. Pero, por el contrario, reciben su autoridad y su realidad sólo por mi ser-así y por el apoyo que les doy. En este sentido son fundamentalmente contingentes, subjetivos; no hay diferencia esencial entre que me guste o me disguste esta comida o aquel tipo de arte o de música. Lo que les da su objetividad es el hecho objetivo de que soy-así. En el “Prólogo” a Recuerdos, Sueños, Pensamientos, Jung escribió: “Que las historias [las que está a punto de contar] sean o no ‘verdad’ no es mi problema. El único problema es si lo que digo es mi fábula, mi verdad” (Jaffé, 1989, p. 3). Esto está dicho en el espíritu de ser uno verdaderamente “sólo eso”.

Ciertas cosas, ideas, posibles comportamientos, etc., resultan incompatibles con quién y cómo soy. Ésta es la única "demostración" que tengo que ofrecer para mis verdades. Ésto sostengo, no puedo hacer otra cosa. Pero, ésto sostengo, y realmente lo sostengo

En cierto modo, por lo que toca a la metafísica, he regresado al estado de los cazadores y los recolectores. Metafísicamente, vivo al día. En una popular novela del siglo XIX de Karl May, el narrador—solo en el vacío de una pradera en el Lejano Oeste—se encuentra con otro jinete solitario. Cuando a éste se le dice que el narrador es un autor que escribe novelas sobre sus viajes para que las lean otras personas, encuentra esto muy cómico, porque tal cómo dice, él ni soñaría en cazar para otra gente, sino sólo para su propio sustento. Esta no es una escena muy inteligente. Pero sin embargo, la idea está bien captada. Tengo que vivir mi vida por mi propia cuenta, incluso con respecto a mis verdades y mis valores. 

La referencia a los cazadores y recolectores y a vivir al día no debiera sugerir que encuentro mis valores en la calle como cosas ya listas para ser consumidas, o en el mercado “allá afuera” como mercancías, ni que pudiera declararse como mi verdad cualquier impulso momentáneo. A fin de encontrar mi verdad y mi verdad, hablando alquímicamente, tengo que percibir y observar como el homo totus mis reacciones más sinceras, enfocando en el logos como el alma de mi mundo. (33) 

Hay un momento en el Faust de Goethe, en el que el viejo Faust, reflexionando sobre su vida dice: “Todavía no me he peleado conmigo mismo ahí en lo abierto. / Si pudiera quitar toda magia de mi camino, / Incluso, desaprender los encantos mágicos, / Si yo, naturaleza, pudiera estar frente a ti como un hombre solo, / Entonces, valdría la pena el trabajo de ser un ser humano." (34) Nuestra situación es diferente. Nosotros no tenemos que pelearnos con nosotros mismos en lo abierto. No tenemos que quitar la magia de nuestro camino. La magia, es decir, la relación simpatética con el mundo, el modo de adentridad metafísica, es algo que nosotros sólo conocemos de oídas. Ya hace tiempo que cada uno de nosotros está frente a una naturaleza “alienada”, superada (sublated) y cada uno de nosotros es una persona sola, y metafísicamente desnuda. ¿No debiera ser también verdad para nosotros—precisamente por esa razón, precisamente porque ya se ha realizado el nacimiento del hombre—que vale la pena el trabajo de ser un ser humano?

(continúa)

W. Giegerich